Cuando empezamos un viaje siempre lo hacemos con mucha ilusión. Nosotros y nuestro viaje y parece que ya nada más exista. Nos sentimos únicos. Nos llenamos de emoción, tenemos nervios, hacemos preparativos y planes de futuro. Somos felices. Los viajes nos hacen felices. Por eso viajamos.
Algunos viajes duran más, otros menos, algunos son más aventureros, otros más tranquilos. Normalmente son nuestros viajes más largos los que dejan su huella más importante en nuestra alma. Nos cambian. Nos hacen mejores y más experimentados.
Cuando uno viaja sin fecha límite a veces hay un día en que empieza a sentirse cansado. Tiene dudas. Ya no se siente tan feliz. Esa emoción que había al principio se va derritiendo como un pedazo de hielo en el que la temperatura no para subir. Sabe que se acerca el final y le cuesta reconocerlo, le entran los miedos. ¿Y después qué? ¿Qué hacer cuando esto termine?
Cuando uno presiente que llega el final ya no hay marcha atrás. Así son los viajes, la mayoría tienen final. Viajar por costumbre tampoco tiene sentido si ya no te hace feliz. Solo unos pocos privilegiados pueden mantenerse viajando y felices indefinidamente. Los envidio.
Cuando llega el fin hay que aceptarlo. Disfrutar de tu destino final y buscar nuevos horizontes pero sin olvidar nunca ese viaje que tantos momentos de felicidad te trajo y cuya experiencia nunca nadie te podrá quitar. Forma parte de ti. Pero así son los viajes, y así es la vida. Afortunadamente ésta es larga y si pones de tu parte te ofrece otras oportunidades de viajar. Por mucho que al final de un viaje, cueste tanto ver el principio del siguiente. No estés triste porque termine tu viaje, sino agradecido por haber viajado. Quién sabe, quizás a la próxima tú también seas uno de esos pocos afortunados que viajan para siempre.